Don Camilo

Género: Humor
Publicado en: 1948
Título original: Don Camilo
Sinopsis: La acción de Don Camilo transcurre en la Italia de la posguerra, en un pueblo de la llanura del Po. Narra, a través de una serie de relatos cortos, las venturas y desventuras del cura del pueblo, el propio Don Camilo, y del alcalde comunista, Giuseppe "Pepón" Bottazzi. Ambos personajes se emplean como representación de las fuerzas políticas principales de la Italia de finales de los años cuarenta, los democristianos y los comunistas, y luchan entre si desaforadamente pero cuando acaban encontrándose frente a conflictos conflictos universales, más propios de la persona que de la política, tienden a unir fuerzas y a reconocerse mutuamente su buena voluntad.
Es un libro que se lee de principio a fin con una sonrisa en los labios. Es un ejemplo de equilibrio, quizá perfecto, entre comicidad y ternura. Una novela cómica que va mucho más allá de la caricatura. En estas historias se pude encontrar la quintaesencia del humor italiano en estado químicamente puro; un humor que les asaltará desde un rincón, siempre inopinado.
Opinión:
Parafraseando a Sophie en Las chicas de oro: Imaginad, Ponteratto, 1946, Pepón -alcalde, mecánico, comunista, que solo ha cursado hasta el tercer grado elemental, fornido, bravucón pero con buen corazón- y don Camilo -cura, católico, culto, fornido, bravucón pero con buen corazón- se enfrentan en mil batallas y discusiones, novecientas de ellas de palabra y cien a mamporros, para defender aquello que ambos consideran correcto. Como observador de la contienda el Cristo del altar mayor de la iglesia del pueblo, que no duda en censurar al cura cuando se extralimita y en disculpar al comunista cuando sus actos son difícilmente justificables.

Este es el panorama que nos encontramos en Don Camilo, un fiel reflejo de lo que fue la sociedad de la Italia que sobrevivió a la Segunda Guerra Mundial, una sociedad fracturada con dos bandos claramente enfrentados y aparentemente irreconciliables, los democristianos y los comunistas, que desembocó en la aparición de diversos grupos terroristas y que alcanzó su punto álgido con el asesinato de Aldo Moro por parte de las Brigadas Rojas.

Pero Don Camilo no es un libro de crítica política, es un libro de humor. A medida que se lee nos va invadiendo una sensación de bienestar que se expresa desde ligeras risas a sonoras carcajadas. Guareschi se sirve de casi cualquier cosa para hacernos sonreír, ya sean actos cotidianos, situaciones estrambóticas o ácidos diálogos.
- ¡Usted es uno de esos curas que, dale que dale, obligan a un hombre de bien cristiano a convertirse en mahometano!
- Quizás -repuso don Camilo-; pero tú no corres ese peligro. Tú no eres un hombre de bien.
Detrás de todas las historias podemos ver un mismo patrón. Todas parten de una situación más o menos cotidiana, ya sea la huelga en una granja, la compra de una campana, la redacción de un comunicado o incluso el bautizo del hijo del alcalde. Estos puntos de partida generan irremediablemente una tensión que va creciendo a lo largo del relato hasta alcanzar posturas irreconciliables en las que la dimensión ideológica se impone sobre la dimensión humana. Pero al final siempre vence la humanidad de los protagonistas, demostrando que cuando las personas son capaces de no dejarse nublar por las ideologías y el orgullo siempre acaban encontrando más puntos de encuentro que de desencuentro.
Muestra de esto es el relato titulado "El bautizo". Pepón quiere bautizar a su hijo con el nombre  Lenin Libre Antonio. Como es de esperar, don Camilo se niega rotundamente y la discusión desemboca en una pelea a puñetazos delante del Cristo del altar mayor. Pepón acaba inconsciente debido a un directo a la mandíbula que le lanza el cura. Cuando el alcalde recupera el conocimiento, don Camilo le pregunta:
- ¿Cómo lo llamaremos? -preguntó don Camilo.
- Camilo, Libre, Antonio -gruñó Pepón.
Don Camilo meneó la cabeza.
- No; llamémoslo, Libre, Camilo, Lenin -dijo-. Sí, también Lenin. Cuando está cerca de ellos un Camilo, los tipos de esa laya nada tienen que hacer.
A lo largo de todo el libro vamos observando como los dos protagonistas son personas muy parecidas, rectas, integras, con un profundo sentido de lo que es justo, que se respetan profundamente y que se admiran.

Ejemplo de esto es el relato "Otoño", uno de los pocos en los que Giovanni Guareschi prescinde del tono humorístico y nos presenta a los dos personajes tal y como son.

El día 3 por la tarde apareció en la rectoral Barchini, el papelero-tipógrafo.
- Nadie hasta ahora -dijo Barchini-. Se ve que su intención es no hacer nada.
- Hay tiempo todavía -objetó don Camilo-. No son todavía las cuatro.
Barchini meneó la cabeza.
- Por más breve que sea el texto, necesito tres horas para componerlo. Después viene la corrección y luego la impresión. El imprimir en la prensa una hoja por vez es un tormento. Puede estar seguro, don Camilo. En todo caso le avisaré.
Por prudencia don Camilo esperó una hora más. Luego, no habiendo tenido nuevas noticias de Barchini, se echó encima el balandrán y se dirigió a la Municipalidad. El alcalde, naturalmente, no estaba, así que don Camilo se dirigió derecho al taller de Pepón, donde lo encontró atareado en rehacer un tornillo.
- Buenas tardes, señor alcalde.
- Aquí no hay ningún alcalde -contestó el otro de mal talante, sin levantar siquiera la vista de su trabajo-. El alcalde está en la Municipalidad. Aquí solamente se encuentra el ciudadano José Bottazzi, el cual, mientras los otros andan paseando, se quiebra el lomo para ganarse el pan.
Don Camilo no se alteró.
Justo -repuso-. ¿Se podría entonces pedir un favor al ciudadano José Bottazzi, a menos que haya llegado la orden del Comintern para que el compañero Pepón se comporte como un patán aun fuera del servicio? Pepón interrumpió su trabajo.
- Oigamos -refunfuñó receloso.
- Bien -explicó don Camilo cortésmente-. Necesitaría que el ciudadano José Bottazzi fuera tan amable de decir al compañero Pepón que, cuando encuentre al señor alcalde, le ruegue enviar al párroco don Camilo un ejemplar del manifiesto que el municipio ha hecho imprimir en ocasión del 4 de noviembre
[13], pues don Camilo querría fijarlo en la cartelera de su recreo infantil.
Pepón se puso a trabajar de nuevo.
- Dígale al señor párroco que en la cartelera de su recreo pegue la fotografía del Papa.
- Ya está -informó don Camilo-. Ahora preciso un ejemplar del manifiesto destinado a celebrar el 4 de noviembre para leérselo mañana a los niños y explicarles el significado de la fecha.
Pepón rió burlonamente.
- ¡Miren un poco! ¡El reverendo, que sabe latín y ha estudiado libros de historia de medio quintal, necesita justamente que el mecánico Pepón, que no cursó más que el tercer grado elemental, le suministre ideas para explicar el 4 de noviembre! Lo siento, pero esta vez le ha salido mal. Si usted ha creído poder divertirse junto con toda su clerigalla de saco haciendo el análisis lógico de mis errores gramaticales, se ha equivocado.
- Te equivocas -protestó con calma don Camilo-. No tengo ninguna intención de divertirme buscando errores gramaticales en el escrito del mecánico Pepón. Quiero simplemente aclararles a mis niños qué piensa la más alta autoridad del pueblo sobre el 4 de noviembre. Yo, párroco, hablando del 4 de noviembre, quiero estar de acuerdo contigo, alcalde. Y esto porque existen algunas cosas sobre las cuales todos debemos estar de acuerdo. Aquí no entra la política.
Pepón conocía perfectamente a don Camilo y se le plantó delante con los puños en las caderas.
- Don Camilo, démosle un corte a la poesía y vayamos al grano. Deje en paz el cuento del manifiesto en la cartelera y dígame qué quiere de mí.
- No quiero nada. Deseo saber si el manifiesto para el 4 de noviembre lo has hecho o no. Si no lo hiciste, aquí estoy yo para ayudarte a redactarlo.
- ¡Gracias por el pensamiento tan gentil! ¡Pero el manifiesto no lo hice ni lo haré!
- ¿Orden de Agitación y Propaganda?
- ¡Orden de nadie! -gritó Pepón-. ¡Orden de mi conciencia, y basta! El pueblo está harto de guerras y de victorias. El pueblo sabe muy bien qué son las guerras sin necesidad de exaltarlas con discursos y proclamas.
Don Camilo meneó la cabeza.
- Has errado el camino, Pepón. No se trata aquí de exaltar una guerra, sino de rendir un homenaje de reconocimiento a aquellos que en esa guerra sufrieron y dejaron el pellejo.
- ¡Valiente cosa! ¡Con la excusa de recordar a los muertos y los sufrimientos, se hace la sucia propaganda militarista, guerrera y monárquica! El heroísmo, el sacrificio, el que muere arrojando la muleta detrás del enemigo en fuga, las campanas de San Justo, Trento y Trieste, el Grappa, la conmemoración de Santa Gorizia, el Piave que murmuraba, el boletín de la victoria, los indefectibles destinos: todo eso huele a monarquía y a ejército real y sirve solamente para engreír a los jóvenes, hacer propaganda de nacionalismo y concitar el odio contra el proletariado. Para esto aparecen Istria, la Dalmacia, Tito, Stalin, el Comintern, América, el Vaticano, Cristo, los enemigos de la religión, etcétera, hasta concluir en que el proletariado es el enemigo de la Patria y por lo tanto es necesario rehacer el imperio.
A medida que hablaba Pepón se iba acalorando y gesticulaba corno si lo hiciese en un mitin. Cuando terminó, don Camilo dijo con calma:
- Bravo, Pepón: pareces un artículo completo de Unidad. De todos modos, contesta a mi pregunta: ¿No haces nada por la victoria?
- ¡Por la victoria hice ya un montón de fajina y eso basta! Me sacaron del lado de mi madre cuando era todavía un muchacho, me metieron en una trinchera, me llenaron de piojos, de hambre y de suciedad. Luego me hicieron marchar de noche, bajo el agua, con una tonelada de cosas sobre el lomo; me empujaron al asalto mientras llovían las balas como granizo y me dijeron que me las arreglase cuando caí herido. He sido peón, enterrador, cocinero, artillero, enfermero, mulo, perro, lobo y hiena. Después me dieron un pañuelo con Italia estampada, un traje de algodón ordinario, un certificado de haber cumplido mi deber, y regresé a casa para ir a implorar trabajo de aquellos que se habían hecho millonarios a mi costa y a la de todos los otros desgraciados.
Pepón se interrumpió y levantó solemnemente el índice.
- He aquí mi proclama -concluyó-. Y si quiere usted terminarla con una frase histórica póngale en letras rojas que el compañero Pepón se avergüenza de haber combatido para enriquecer a estos puercos y que hoy se sentiría orgulloso si pudiera decir: "¡He sido un desertor!"
- Y entonces -observó don Camilo-, ¿por qué en el 43 fuiste a los montes?
- ¿Y eso qué tiene que ver? -gritó Pepón-. Se trata de otra cosa. ¡No me ordenó Su Majestad que fuera! Fui por mi espontánea voluntad. Y sobre todo, ¡hay guerras y guerras!
- Entiendo -dijo don Camilo-. Para un italiano combatir contra adversarios políticos italianos es siempre más simpático.
- No diga zonceras, don Camilo -gritó Pepón-. Cuando estaba allá arriba no hacía política. ¡Defendía a la patria!
- ¿Cómo? -exclamó don Camilo-. Me parece haberte oído hablar de la patria.
- Hay patria y patria -explicó Pepón-. La del 15 al 18 era una patria; la del 43 al 45 era otra.
La misa por el sufragio de los caídos en la guerra había llenado de gente la iglesia. No hubo discurso. Don Camilo dijo simplemente: "Al terminar la misa los niños del recreo irán a depositar una corona en el monumento". Así, al terminar la misa, todos se formaron en columna detrás de los niños y el cortejo silencioso desfiló por el pueblo hasta la plaza. Estaba desierta, pero al pie del pequeño monumento a los caídos, alguien había depositado dos grandes coronas de flores, una de ellas con cinta tricolor y con esta leyenda: "La Municipalidad"; la otra, toda de claveles rojos, que llevaba escrito en la cinta: "E1 Pueblo".
- La ha traído "la escuadra" mientras usted estaba diciendo la misa -explicó despectivamente el dueño del café de la plaza-. Estaban todos, menos Pepón.
La corona de los niños fue colocada, y sin discurso la concurrencia se disolvió.
Volviendo a su casa don Camilo encontró a Pepón. Casi no lo reconoció porque garuaba y Pepón iba arrebujado en su gabán.
- He visto las coronas -dijo don Camilo.
- ¿Qué Coronas? ¿Cuáles? -preguntó con indiferencia Pepón.
- Las del monumento. Lindas. Pepón se encogió de hombros.
- Ah, debe haber sido una idea de los muchachos. ¿Le disgusta?
- ¡Figúrate!
Delante de la casa parroquial Pepón hizo ademán de marcharse, pero don Camilo lo retuvo.
- Ven a beber una copa. Puedes estar seguro de que no tiene veneno.
- Otra vez -dijo Pepón-. Quiero ir a casa. No me siento bien; ni siquiera he podido trabajar. Tengo frío y me corren escalofríos por todo el cuerpo.
- ¿Escalofríos? La acostumbrada influenza de la estación. La única medicina es un vaso de vino. Además tengo unas magníficas tabletas de aspirina: entra. Pepón entró.
- Siéntate; voy a traer la botella -dijo don Camilo.
Cuando de allí a poco volvió con el vino y los vasos, -halló a Pepón sentado, sin haberse quitado el gabán.
- Tengo un frío del demonio -explicó Pepón-, prefiero permanecer cubierto.
- Haz tu comodidad.
Sirvió a Pepón un vaso lleno y le dio dos pastillas blancas.
- Trágalas.
Pepón tragó la aspirina y bebió el vino. Don Camilo salió un momento y regresó con una brazada de leña, que echó en la chimenea.
- Un poco de fuego me hará bien también a mí -manifestó encendiendo la hoguera-. He meditado en tus palabras de ayer -dijo cuando la llama se levantó-. Desde tu punto de vista tienes razón. Para mí la guerra fue cosa muy diversa. Yo era un curita recién salido del seminario cuando me encontré metido en ella. Piojos, hambre, fajina, balas, sufrimientos iguales a los tuyos. Yo no iba a los asaltos, se entiende, pero iba a recoger a los heridos. Cierto que para mí la cosa era distinta: era mi oficio y este oficio lo había elegido yo. Para ti la cosa variaba: tu oficio no era el del soldado. Por fortuna, pues los que eligen el oficio de soldados son de veras toda mala gente.
- No siempre esto es cierto -murmuró Pepón-. También entre los oficiales efectivos hay gente buena. Y luego, hay que reconocerlo, serán unos presumidos que se pasean de monóculo, pero cuando hay que arriesgar el pellejo lo hacen sin tantas historias.
- Sea como sea -continuó don Camilo-, mientras que para mí quedarme bajo las balas a curar heridos y dar el óleo santo a los moribundos representaba mi oficio de cura, para ti aquello era solamente una joroba. El oficio del cura consiste en acaparar almas para enviarlas al Paraíso por la vía del Vaticano. Por eso, para un cura, hallarse en medio de una epidemia de cólera, en un terremoto o en una guerra, es una ganga. Para el que se gana la vida salvando almas, es la cucaña. Pero uno como tú, ¿qué tiene que salvar en una guerra? La piel.
Pepón hizo ademán de cambiar de sitio porque las llamas de la chimenea eran infernales y con las dos aspirinas en el cuerpo y encima el gabán, reventaba de calor.
- No, Pepón -dijo don Camilo-. Si te apartas arruinas el juego. La aspirina se toma para sudar; cuanto más sudes más pronto te curas. Más bien bebe otro vaso. El vino está fresco y te quitará la sed.
Pepón bebió dos vasos más y se secó el sudor.
- Así es la cosa -continuó don Camilo-. Yo entiendo perfectamente que quien se ve obligado a arriesgar la vida sin ningún objeto no desee sino escabullirse. En estas condiciones el que deserta no es un miedoso, es simplemente una criatura humana que sigue su instinto de conservación. Bebe, Pepón.
Pepón bebió. Chorreaba y parecía que estuviera por estallar de un momento a otro.
- Ahora puedes quitarte el gabán -aconsejó don Camilo-. Al salir te lo pones de nuevo y no sentirás el paso del calor al frío.
- No, no tengo calor.
- Yo soy uno que reflexiona -continuó don Camilo-. Has hecho muy bien en no publicar ningún manifiesto. Habrías contrariado tus principios. Yo ayer pensaba simple y egoístamente en mi caso. Para mí, en la guerra había un interés, un negocio. Figúrate que cierta vez, por el afán de salvar un alma y hacer mérito ante el Padre Eterno, sintiéndome llamar por uno que había sido tendido de un balazo entre nuestra trinchera y la austríaca, salté de la trinchera y fui a contarle las cosas acostumbradas que se dicen a los moribundos. El hombre murió en mis brazos y en ese momento recibí dos balas de refilón en la cabeza. Cosa de nada, pero se dice por decir.
- Conozco ese hecho -dijo hosco Pepón-. Lo leí en el diario militar que nos llevaban a la trinchera en vez de traernos algo de comer, ¡esos puercos! Si no me equivoco, también le dieron una medalla.
Don Camilo volvió la cabeza y miró un cuadrito colgado en la pared.
- La puse allí -dijo-. Andan de paseo demasiadas medallas.
- Usted tiene el derecho de llevarla -protestó Pepón, después de haber engullido otro vaso de vino-. El que no ha robado las medallas puede ostentarlas.
- No hablemos de esto, precisamente contigo que tienes otro concepto de la guerra. ¡Pero quítate el gabán!
Pepón semejaba el diluvio universal del sudor, pues no podía más del calor, pero era terco como un mulo y no se quitó el abrigo.
- En el fondo -continuó don Camilo-, tú, que desprecias todo lo que se relaciona con la retórica patriótica; tú, que tienes por máxima que tu patria es el mundo, estás más cerca de lo justo que los demás. Pues para ti un día como el de la Victoria representa una fecha nefasta, por cuanto el que vence en una guerra está más propenso a hacer otra que el que la pierde. ¿Es cierto que en Rusia dan medallas a los desertores y castigan a los que cumplen actos de valor en la guerra?
- ¡Ufa! -gritó Pepón-. Ya sabía que había de hallar el modo de llevar esta conversación a la política. ¡Lo sabía!
Luego, de improviso, se calmó.
- Me muero de calor -suspiró.
- ¡Pues quítate ese abrigo!
Pepón se quitó el gabán y entonces se vio que en la solapa del saco tenía prendida la medalla de plata ganada en la guerra de 1915 a 1918.
- Claro -dijo don Camilo, bajando del cuadrito su medalla de plata y prendiéndosela sobre la sotana-. Es una idea.
- Es hora -anunció la vieja sirvienta, asomándose.
- Podemos ir a comer un bocado -dijo don Camilo.
Comieron, bebieron un número considerable de botellas y al fin brindaron por no sé qué viejos carcamales, generales de la otra guerra. Luego, al llegar la noche, Pepón se puso el gabán y se encaminó a la puerta.
- Espero que no explotará bajamente este momento de debilidad.
- No -contestó don Camilo-. Pero el día en que deba ahorcarte, nadie me impedirá hacerlo con el debido respeto.
- Ya verá usted cuando venga la segunda ola -barbotó Pepón, sombrío, desapareciendo en la noche.
Sombras de muertos revolaban bajo la luz incierta de un cielo gris conmemorativo, y parecía un cuadro alegórico de Plinio Nomellini.
Nota: El 4 de noviembre, Día de la Victoria, se conmemoraba la rendición de Austria en la Primera Guerra Mundial

Valoración: Te hace reír y te hace recapacitar. Cuatro estrellas.

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